Me acostumbré a sus miradas
cuestionando cada paso con el que avanzaba.
Tuve que hacerlo
cuestionando cada paso con el que avanzaba.
Tuve que hacerlo
porque en algún momento
dejé de pertenecerme a mí misma.
No recuerdo cuándo
empecé a no ser.
No ser correcta.
No ser lo que se esperaba que fuera.
No ser lo suficientemente
cuidadosa,
delicada,
silenciosa,
pequeña.
Y solo por ser.
Por ser mujer.
Ya no recuerdo cuando me señalaron por primera vez.
Por no ser femenina.
Por querer llevar pantalones y zapatillas.
Por gritar, saltar y correr.
Ni las primeras tentativas de insulto,
ni los gritos de "machorra" con cada peldaño que subía por la escalera del colegio me pudieron detener.
Aprendí que las niñas no dicen palabrotas,
no eructan en público,
no guardan sus manos en los bolsillos,
sonríen siempre cuando las llaman bonitas,
aunque sea un señor que no conoce de nada
amigo de su papá y que la mira raro.
Las niñas no se ensucian las manos jugando con el barro,
ni se tiran al suelo para observar de cerca los gusanos.
Las niñas no alzan la voz ni levantan la mano.
Las niñas.
Las niñas.
Las niñas ya se han cansado.
Las niñas gritan,
se despeinan el pelo,
se echan las rodillas abajo.
Las niñas protestan,
las niñas mastican con la boca abierta
y llena de palabrotas tan feas que te harían llorar.
Las niñas ponen los pies con las botas puestas encima de la mesa,
y se las quitan para meterse en la cama con quien les de la gana.
Follan.
Cantan.
Dibujan.
Escriben.
Se reúnen.
Se emborrachan.
Se enamoran.
Entre ellas.
De ellas mismas.
Las niñas se hacen responsables de su propia vida.
Gritad, cuanto más alto mejor.
Cuanto más moleste mejor.
Porque estaréis recuperando lo que algún día nos quitaron.
Y no hace falta inventar excusas.
Sois,
somos
y ser nos hará libres.